LA RESPUESTA A LA CARTA DE MI HERMANO
RESPUESTA A LA CARTA DE MI HERMANO
ESTAS IMAGENES CORRESPONDEN A LA CASA DE MIS PADRES
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Hermano: hubo alguien, (no se quien, pero alguien debió decirlo antes de nuestro padre) que dijo: “El que no ha visto quiere ver”.
La ciudad con todos y cada uno de los detalles que, con tanta precisión, y de acuerdo a como imprimes las letras en el papel, puedo deducir que las expresas con emoción en tu correspondencia, no es tan feliz y divertida como tú lo deseas. Es verdad que el día nunca termina que cuando te vas a acostar, cientos de miles de personas en la ciudad se están preparando para salir a divertirse, que el supermarket no cierra nunca, que en la farmacia de la esquina se encuentra desde un martillo, hasta el último descubrimiento de la Pfizer o Bayer; que en ningún lugar está lejos de la casa, porque a todas horas hay un carro en la esquina para llevarte. Que como tú te levantas temprano, la ciudad es tu lugar ideal, pues desde muy temprano el ruido de los vehículos te servirán de despertador; que puede dormir con la habitación herméticamente cerrada, para eso solo debe encender el aire acondicionado; que para qué salir de la habitación si tiene un Tv que puede darte infinitos canales con solo apretar un botón. Que no sufriría de resfrió, porque siempre te bañaría con agua caliente. Que no tendrías preocupaciones por la comida, si debajo o al lado de tu apartamento hay un Chicken Fried, Pizza Hut, Mcdonald, Bon, y hasta un multicentro. Que con solo abrir una llave, tendrás agua. Que es muy divertido caminar en las noches por las calles iluminadas con tiendas y fantasías elegantemente decoradas, caminar “por esa calle que ustedes llaman El Conde, con todas sus puertas y ventanas de cristal que se abren solas. Visitar las tumbas donde yacen los cuerpos sin vida de los padres de la Patria; ir de jornada a esa egregia y solemne construcción que ustedes llaman Faro a Colón, y allí observar los restos del primer hombre civilizado que registra nuestra historia en haber pisado suelo caribeño, y seguir la ruta al acuario, observar las tilapias, tiburón, jicoteas y otras especies acuáticas, tan cerca que se pueden asir con las manos. Vivir la experiencia de un día en la lejanía de África en el Zoológico, en un contacto directo con los animales. Vivir la emoción de los días de carnaval, la feria del merengue, el desfile de las Fuerzas Armadas, en la discoteca más grande del mundo, según dicen ustedes. Disfrutar de la vida de la comunicación, cambiar de celulares cada tres meses, llamar hasta cuando este en el sanitario, que ustedes llaman baño, donde con tocar un botón todo el desperdicio de un día desaparece en un remolino de mierda. Poner el vaso en un orificio de la nevera y sacarlo lleno de hielo picado, encontrarme en la calle con los artistas y presentadoras de Tv, saludarlas, hablarle, ser su amigo. Que basta con ir a La Feria, La Duarte o al Malecón para encontrar una compañera”.
Me dices en tu carta, que te gustaría despertare temprano con el ruido de la ciudad, y yo te pregunto ¿Te atreverías cambiar el canto de un gallo en la distancia, el escuchar como otros van respondiendo, creando una agradable cadenas de ki-kiri-ki que parece interminable hasta que se pierde en la lejanía, por el rugir de un camión; el mugir de una vaca llamando a su becerro o viceversa, anunciando que es hora de ordeñar; el relinchar del caballo al observar al otro lado de la finca una lozana potranca que emerge de los matorrales con los claros del día; el pio-pio de las gallinas reuniendo a sus polluelos, mientras van picando las recientes florecillas en la verde grama, Cambiaria eso por el bocinazo de un camión recogiendo la basura? ¡Aaay! Dime hermano ¿Cómo puedo olvidar el trinar del ruiseñor todas las mañanas, a las seis en punto, entonando diversos matices desde el guayabo, al lado de mi habitación, o en el naranjo detrás de la cocina?, mientras papá empezaba a encender el fuego y a poco rato un olor a café inundaba la casa y todos sabíamos que era hora de levantarnos. ¿Puede existir en el mundo mejor forma de despertar? Aire fresco, limpio, agradable, purificante, con olor a campo, a pradera, a yerba nueva y hasta a mierda de vaca. Así son los despertare de mis campos.
Dormir herméticamente cerrado: la habitación en tablas de palma, dejando penetrar por los intersticios la agradable y fresca brisa de la noche. No hay que respirar aire reciclado, con las persianas abiertas, sin temor a unos ojos intrusos, quien va a caminar más de un kilómetro para ir a fisgonear. Sentir el céfiro mientras nos besa en la cara y ligeramente nos acaricia el cuerpo: totalmente desnudo. Arrastrar suavemente la sábana sobre nuestro cuerpo y saber que ese friíto es indicio de que es invierno y que pronto amanecerá. O por el contrario tirarnos en una esterilla con el aparejo de cabecera, un saco de henequén como sábana, mirando el cielo y ver como van pasando las brillantes estrellas fugaces sobre nuestra cabeza, perdernos en el interminable laberinto de sueños, mientras un perro vigila nuestros sueños y el caballo rumia algo antes de continuar la faena. Dormir a campo abierto teniendo como techo el cielo infinito, como paredes el horizonte, como lecho el amplio suelo, y como luz la claridad de mil luciérnagas.
Agua al instante es lo que corre por el riachuelo detrás de la casa, con sus cristalinas aguas que todas las mañanas, antes de que el día se llame así, bajaba papá a llenar un par de higüeros, ( Calabaza sin las tripas, con un trapito mojado en el hoyo para que no se bote el agua) y llenaba la tinaja para tener agua fresca todo el día. ¡Eso si es agua fresca! Ese riachuelo que tantas veces limpió nuestras inocencias, que en su fondo empedrado se observaban como los pececitos jugaban, removiendo la verde lama, buscando su alimento. Esa transparente corriente que nos lavaba desde el interior de nuestro ser, que reflejaba nuestra timidez, bañaba nuestro ego y se llevaba nuestra imagen de niño, desfigurada entre las ondas que hacíamos al penetrar en sus frías aguas, al llenar las latas que cubríamos con hojas de guayabo, para que no se botara el agua, mientras las poníamos en las aguaderas (canasta que poníamos a ambos lados del animal, construidas por papá con bejuco caro) y que en el lomo del burro rusillo llevaríamos a la casa, para llenar la barrica, que era el agua usada por mamá para el “manejo”. “llenarla bien temprano- decía mamá- antes que se contamine el rio. Y para qué hielo: El agua lluvia no se toma fría, se toma a temperatura ambiental, para poder degustar el dulcito de su sabor.
También hablabas en tu carta, de la facilidad de hacer fuego: “le da vuelta a un botón y ya”. Es cierto que muchas fueron las gruesas lágrimas que bañaron nuestros rostros, salidas de unos ardientes y rojizos ojos, a causa del humo tratando de soplar un fogón con leña verdosa de guama recién caída, pero esa solamente es la parte triste de la historia, la noche del día, el lado oscuro de la luna… y qué de hablarte de unas habichuelas cocidas en ollas de barro, un arroz ahumado, leche recién hervida con una gruesa capa de nata, todos ricamente cocidos en unas hornillas de barro en un fogón de leña, sea que este estuviera en plena tierra, en una enramada detrás de la cocina, en tres piedras del fogón, o levantado en cuatro “patas”, encima de un cajón lleno de tierra, pero si eso aún no te motivas en nada; que de la búsqueda de la leña, esas escapadas vespertinas o sabatinas a los guayabales donde no había fruto comestible que se escapara: guayabas, naranjas: desde las valencianas, Washington (las que tenían un hoyito debajo) las cabaretes (que no importara el tamaño, siempre dulcísimas y sin semillas) el caimito, (esa fruta maldita que prefiere secarse en la mata y no caer); el mango en su tiempo, el caimoní, pequeñitos y rojos como la sangre, cuyo palo daba el trompo más sereno y zumbador; el jicaco, negro de tan rojo, el cual recogíamos a manos llenas; el cundeamor, la cual disputábamos con las culebritas verdes, según nos decían los mayores. No había fruto que no probáramos, aunque fuera por curiosidad: las guamas, la jina, tanto criolla como la extranjera, las que nos disputamos con las ciguas palmeras. ¡ah! ¡Odiseas más divertidas! Y de regreso en cada lado de la angarilla se subía uno, y así veníamos haciendo contrapeso, aunque nos frieran en la casa a la llegada: “un gustazo un trancazo”. Detenernos todas las tardes para ir a bañarnos al charco de los indios, a la confluencia o al charco largo.
Comida a toda hora, bastaba con ir al rincón de la cocina (la barbacoa), y encontrar un “bigote” como decía mi padre, que no era más que la comida que quedaba de las doce. Ir al cuarto o granero, hartarse de guineos maduros, buscar en las todavía calientes cenizas y extraer de ellas un par de batatas asadas, y tomar un jarrito de leche de la que está en el fogón, a cualquier hora encuentra algo saludable para tu apetito.
Recuerdo con gran nostalgia, las noches vividas en el regazo de nuestros padres, sentados al aire libre, como nos iban enseñando y nombrando cada una de las estrellas más brillantes, mientras una fresca y suave brisa bañaba nuestros cuerpos, aun sudorosos por el ajetreo de los juegos nocturnos. El juego de la escondida. Dime hermano donde, en qué lugar de esta infernal ciudad de cemento, los niños pueden jugar las escondidas, ese juego de inocentes que muchas veces servía para adelantar nuestros instintos amorosos. ¡ah! Cuantas perdidas detrás de aquellos montones de pachulí, o allá detrás o dentro de la letrina, o corriendo de matojo en matojo, a lo lejos se oía: “Ya”... Y el buscador salía disparado en nuestra búsqueda, mientras nos arrastrábamos en el suelo o nos escondíamos detrás del amplio tronco de mango para disparar un besito. – Cuidado que ahí vienen. – No te preocupes que ese es Luisito mi amigo. Y quince minutos aparecíamos triunfantes, el ganador: nadie me encontró, y Luisito te dice al oído: - Pendejo, yo te vi con Rosita, pero me hice el loco.
Noche tras noche, el mismo grupo de niños. - Ahora vamos a jugar la botellita. -No. No. – Me caí en un pozo. – ta bien, tu primero. – Me caí en un pozo. – por quién suspira?. – Por mi amor. -¿Quién es tu amor? -Mi corazón. Y con los ojos cerrados empezaba a girar, frente a quien quedara, le daba un beso y luego este entraba. Ahora vamos a jugar otro. – La cantarita. -Si, Si, la cantarita. Y cuando salía a buscar uno, venia otro y le daba una patada a la cantarita y corría y se escondía. Y decían las niñas ya estamos cansadas vamos a jugar: - el baile de la caraqueña es un baile muy disimulado, poniendo la rodilla en tierra todo el mundo se queda admirado. Da la vuelta, la vuelta María que ese baile no se baila así, ese baile se baila de espalda, remeneando bien la falda, remenea, remenea los brazos y la vuelta se dan los abrazos: caracolito de la mar que te quedaste sin bailar. Ahora las cortinas del palacio son de terciopelos azul, entre corte y cortina ha pasado un andaluz… mientras nuestros padres y los padres de los amigos observaban cada movimiento y cada lugar. Los varones nos reuníamos en otro lugar: “El mariscal pasando lista por su batallón dice que le falta el cabo. – cabo nunca falta, el que falta es el teniente. – teniente nunca falta.
Pero ya más adultos fuimos pasando de aquellos livianos juegos a las reuniones de los jóvenes bajo el claro cielo que deslumbraban nuestros ojos con el número infinito de estrellas, mientras contábamos nuestras historias amorosas, los encantos de Estelista. – hoy me regalo un caramelo, creo que me quiere. Como es posible, nosotros somos solo amigos, tu sabes que yo estoy enamorada de pedrito, y ahí venia nuestra enemista con Pedrito, nuestro primer dolor amoroso, y nuestro odio a Estelista: “Del odio nace el amor”.
Cuando ya éramos adultos, y tú debes recordarlo muy bien, nos perdíamos en las noches oscuras a marotear naranjas, a dar serenatas con las canciones de Danny Rivera: -“Vamos despacio porque hay perros bravos. – no te preocupes que la música los amansa. Se oían los ladridos y los perros parecían querer mordernos los pies. – pon el disco rápido. Y la música empieza a sonar, los perros se fueron callando y solo la música sonaba. – Oye, oye, parece que despertó, oigo la cama moverse. Todo con el simple interés de oír detrás de la ventana un: Gracias. Eso era suficiente para ensanchar nuestros corazones, ir a casa a soñar ilusiones y a vivir utópicas relaciones.
Las noches en el campo eran pura diversión, buscar un cardero, robarse un par de gallinas (Siempre del gallinero de un amigo a quien invitábamos al asopado) irnos a un monte, comprar dos o tres potes y ponernos a cocinar, oír música, hablar de mujeres y a tomar. Terminábamos amaneciendo, todo nos salía barato, nos íbamos a la casa sin temor a encontrar un atracador, una patrulla o un accidente de tránsito. Si en la ciudad existe un lugar donde se pueda pasar una noche más divertida de ahí, deseo verla. Donde no se exponga la vida, donde no haya peligro de un atraco, donde no haya temor a una patrulla: entre ahí hasta que el teniente regrese. – Teniente nosotros no hemos hecho nada. – Si esperen dejen depurarlos. Y todavía a las 10 de la mañana nuestros familiares andan locos buscando en hospitales, manicomios, destacamentos, morgues y hasta en una maternidad, porque aquí se sale, pero no se sabe dónde van a encontrar el cuerpo.
… Y regresar a la casa al amanecer, cuando la noche se hace más oscura, cuando se puede escuchar el sonido del silencio, que es el intervalo de tiempo que dura desde que los animales nocturnos se callan hasta que los diurnos inician su canto matinal, anunciando la llegada del nuevo día. Cuando la neblina comienza su ascenso y forma líneas rectas por encima de las hierbas, que humedece nuestros pantalones hasta la cintura, mientras los altos pajones nos dejan la cara amarilla de las flores recién salidas y las pestañas y el bigote blanco de la neblina condensada al tocar nuestro rostro.
Y los condenados celulares no dan privacidad, no puedes estar solo en ningún lugar, siempre te están siguiendo hasta en el baño tienes que hablar. Son una epidemia que enferma los sentimientos. Diferente al llamado haciendo sonar el “fuete” un par de veces, o subirse a un árbol y llamar con todas las fuerzas, hasta que alguien nos responda.
Aun sigues pensando venir a la ciudad, dejar el contacto con la naturaleza, ir a buscar nidos de cigüitas pajoneras, atrapar codornices, cazar carraos, amansar potrillos, encontrar nidos de judíos con huevos en camadas, atrapar los peces con las manos, mirar las culebras calentarse todas las mañanas al lado de sus cuevas, escuchar el canto de las gallaretas en la quebrada, y todos los días tomarte un jarro de leche calientita del “apoyo”, recién sacada de la ubre. En el zoológico puedes ver algunos animales exóticos, pero no tienen vida, no interactúan, son iguales a estatuas, están tan acostumbrados al cautiverio que no tienen emoción. No te persigue el León, como te persigue el perro del vecino, el Rinoceronte no te hace saltar como lo hace la cerda parida o el verraco en celos, no tiene que huirle al elefante como le huye al toro bravo, ni te tiene que enfrentar al búfalo como te enfrentas a una vaca recién parida y no se deja ordeñar. El zoológico está ahí, pero los animales que lo ocupan todavía tienen sus pensamientos en la jungla africana.
Espero que estas líneas hayan servido para recordarte que la felicidad está allí. Donde tu vecino come de tu propio plato, te despiertas por la mañana amolando su machete en tu piedra de amolar, te ayuda a matar los mosquitos del anochecer, y siempre dice que eres su hermano. En la ciudad no hay vecino, solo hay personas que cruzan por el frente de tu casa y voltean la cara para que no lo conozcas.
Y ahora hay una tal enfermedad que se llama el stress que dicen los médicos que solo la sufren las personas que viven en la ciudad, que en el campo no existe, porque se trasmite a las personas que no tienen tiempo, que siempre andan rápido y que no pueden descansar debajo de un árbol, en la sombra del camino, o bajo la oscuridad de una cejita de monte.
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Por cierto, el próximo fin de semana voy para allá con mi familia. Guárdame un caballo manso para los niños y una jamaca de saco colgada entre dos javillas.
Tu Hermano.